Hubo un tiempo, unos años atrás, en que tomé consciencia de que el mundo se había vuelto demasiado rápido, hasta el punto de resultarme ajeno.
Y, como un reflejo natural del alma buscando conocerse, me recogí hacia dentro.
No fue una decisión racional, sino un movimiento reflejo —como si la mente, cansada de proyectar, quisiera recordar su propio centro.
Sin lograr apagar el ruido, entré en otro sonido que no era vacío, sino origen.
Entonces apareció la imagen del huevo.
Lo veía dorado, envolvente, absoluto, perfecto.
No como una fantasía, sino como una forma simbólica de aquello que realmente somos: una consciencia contenida que, al soñarse, se transforma en mundo.
Mi huevo era esa fuerza invisible que nunca deja de crear.
Logré entrar en él y descubrir la magia de un lugar que no depende de lo externo.
El huevo de oro fue mi mundo durante un tiempo.
Desde fuera parecía aislamiento; desde dentro, era el acto más activo de todos: el de recordar.
Mi experiencia se volvió materia prima, lo invisible empezó a tener forma,
y comprendí que crear no es inventar, sino recordar lo que ya existe en silencio, que la materia no es lo opuesto al espíritu, sino su gesto, su forma visible.
Abrirlo no fue una ruptura, sino una expansión.
De ese gesto nació Óvalo.
Durante un tiempo no lograba encontrar un nombre; para mí era solo —y únicamente— el huevo de oro.
Pero mi hermana Daniela supo nombrarlo.
Entendió que mi bloqueo, aunque parecía de palabras, era visual.
Óvalo es la manifestación visible de ese huevo mental,
la forma que adoptó mi consciencia cuando decidió salir al mundo.
El oro no está en los objetos, sino en la mirada que los crea.
Óvalo es ese lugar:
un espacio donde lo íntimo se vuelve materia,
donde el alma tiene cuerpo,
donde la luz interior encuentra forma.
Es mi tienda, mi taller, mi altar,
y también el umbral por el que otros pueden recordar su propio centro luminoso.